domingo, julio 20, 2008


Ayer decidí seguir a mi gato. Me inquietaban sus salidas, sus huidas cerro arriba, desapareciendo entre las malezas fermentadas de la calle Elias, rumbo al cerro Alegre o quizás que parte. El asunto fue dificil pues el verde porteño està lleno de espinas y latas oxidadas y aún así logré, silenciosamente, mantener a vista el rumbo cancino de mi estimado gato.

Sorprendido me hallé al ver que el felino en cuestión aterrizaba con la elegancia de un bailarin Stalinista en el patio de una casa de cemento, grande y roida donde llacía un enorme perro blanco, gordo y con aspecto de malcriado. Las miradas mutuas desatando la escencia de una dialéctica en estado de vertiente y yo, contaminado y contaminante, alterador del espíritu y conciencia de mi doméstico animal, temiendo lo peor, buscando el artefacto preciso para salir en ayuda del gato, pensando en el grito que espantaria al canino y daria tiempo a mi animal de huir.

Pero Artemio, mi gato, pasaba frente a Max, el perro y la fria tarde de sabado seguia tan silenciosa y nostálgica, con las latas oxidadas y el verde fermentado.

Perdí la ruta del gato y unos adolescentes observaban desde abajo con la mirada perdida no en mi, ni en la quebrada, ni en las latas oxidadas, ni en el perro ni el gato. Ellos pintaban las paredes de la calle Elias con spray y sus zapatillas de lona estaban rotas .

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